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22.9.06

Una pequeña historia



El día que nació J toda la familia estaba feliz. El tercer hijo y tercer nieto. Mira esos ojitos, que lindos. Pareces un ángel, decían las tías al recién nacido.
Ya de niño su alegría inundaba todos los lugares donde iba. Su tía Flo gozaba viéndolo bailar y hacer espectáculos en el centro del salón. Era el regalón de todas las viejitas.
Siempre he pensado que eres especial, le decía su madre, mientras peinaba los suaves rulos de color castaño en la frente de su pequeño hijo.

En el jardín infantil comenzó a mostrar habilidad en todo lo que se proponía. Si bien algunas cosas le costaban, J era obstinado y lograba sacar adelante la tarea del día.
Por las tardes a veces salía a pasear con su nana o su mamá y pequeñas cosas como un batido de frutilla o un cucurucho de papas fritas eran el mejor regalo que J podía recibir.

El primer día de clases en el colegio J no lloró, pero se sintió extraño. ¿Por qué son todos amigos? Se preguntaba. Yo también quiero jugar con los cubos de madera, pensaba sin atreverse a hablarle a la pecosa de moño en el banco de al lado.
Los juegos bruscos de sus compañeros nunca le parecían muy interesantes. Era mucho más entretenido imaginarse que estaba en una maquina del tiempo y viajar por distintos países y épocas. O quizás organizarse con sus vecinitas y armar un club en donde se puedan hacer muchas cosas divertidas. O bailar arriba de sus patines en el patio de baldosas que tan buena superficie era para aquello. Su imaginación lo llevaba a hermosos lugares donde todo era alegría, felicidad y risas. La inocencia de J era enorme. Todavía no se daba cuenta que aparentemente algo no andaba bien.

Los compañeros de curso nunca lo elegían para jugar a la pelota. J comenzó a escuchar risas a sus espaldas y no entendía lo que estaba pasando. ¿Por qué ellos no ven que yo solo quiero jugar como todos lo hacen? pensaba. ¿Por qué el resto no celebra mis gracias como mi tía Flo?
Mariquita, dijo Gonzalo, el niño más rebelde del curso, y todos sus amigos se rieron y empezaron a seguirlo. Se junta con las mujeres, es mujercita, le decían, y el pobre niño seguía sin entender. Las burlas de sus compañeros hacían que J sintiera mucha pena. Pero él no podía demostrarlo. A tan corta edad ya comprendía que su familia no debía saber que estaba sufriendo.

La alegría de J empezaba a desvanecerse. Aún así los momentos que pasaba con la Carolina y la Maca le hacían olvidar lo que pasaba en el colegio y se sentía seguro en ese mundo feliz que se había inventado. Pero los recreos en el colegio eran los momentos en que la cruda realidad aparecía violenta frente a la pureza de J. Por primera vez sentía que no pertenecía a ese lugar. ¡No es el resto, soy yo! Descubrió un día. Yo soy el distinto, se lamentaba queriendo parecerse lo más posible a sus compañeros que se veían tan seguros y confiados en todo lo que hacían.

J comenzó sin darse cuenta a alejarse de su mamá (él no se percató hasta mucho tiempo después). Ya no se dejaba acariciar. Tanto se alejó que se olvidó como se abrazaba. J comenzó a perder la capacidad de amar al resto.
Sus juegos también cambiaron. Ahora J bailaba solo en su pieza. Nadie podía verlo. Esas cosas no las hacen los de mi colegio, se repetía.

Algunos años después en una mañana de invierno en que todo se veía gris comenzó algo que J no se esperaba. Los del curso de más arriba empezaron a gritarle desde el otro lado del patio. Fleto, maraco, ándate de acá colizón. J sentía como todos los ojos estaban puestos en él. Una risa nerviosa fue lo único que atinó a hacer. Nadie lo ayudó, nadie lo apoyó. Ahí estaba J, el siempre alegre J, pasando por el momento más triste de su corta vida. Camino a casa aguantaba las lagrimas para no llegar con los ojos rojos y que sus papás supieran la vergüenza que había pasado. Pero una vez en su dormitorio J lloró. Lloraba sin consuelo. No hay nada que pueda hacer, se decía. Las lagrimas caían por sus mejillas, llegaban a su boca y el sabor le recordaba el amargo momento por el que estaba pasando.

Decidió escribir. Abrió el candado del diario de vida que le había regalado su madrina y comenzó a descargar toda su ira contra aquellos que lo molestaban. Las palabras llenas de rabia mostraban todos los defectos de esos que gozaban burlándose de él. Pero al final del párrafo cuando ya no tenía a quien más insultar escribió algo que le hizo comprender lo que pasaba. Es verdad que siento algo por los hombres, escribía mientras las lágrimas dejaban una mancha de tinta corrida en el papel. Había escrito lo que pensaba hace mucho tiempo. Había escrito lo que todos le gritaban en su cara. Escribió su destino.